martes, 24 de junio de 2008

Nahr Al-Bared

Unos sonidos secos y atronadores asustaron a sus pensamientos haciéndolos escapar y le devolvieron a la realidad. Se sorprendió de que las detonaciones aún consiguieran llamarle la atención. Allí siempre habían resonado más disparos que risas.

Ya ni siquiera corría a esconderse, había aprendido a calcular la distancia a la que se producían por la intensidad del sonido y aquellos se encontraban, como mínimo, a un par de manzanas de allí. No se preocupó.

Desde que él conocía, la misma mierda inundaba aquel lugar aislado del mundo. A veces más líquida, a veces más espesa, pero siempre la misma mierda. Allí no llegaba la televisión, ni los periódicos, ni las resoluciones de la ONU, y apenas llegaban la comida y el agua. Algunas barriadas de aquella necrópolis de muertos en vida estaban tan aisladas unas de otras, que ni siquiera llegaba la luz del sol.

Miró a su alrededor. Una calma tensa lo envolvía todo, como el leve siseo de la mecha ardiendo antes de la explosión y, en este caso, lo de la explosión jamás podría interpretarse como una metáfora. Los disparos habían cesado. Pensó en qué vida habría sido atravesada por el plomo en esta ocasión, pero ni siquiera se entristeció levemente. La última vez que lloró fue el día que una ráfaga de munición destrozó el cráneo de su padre, y con él su infancia. Desde entonces, sus ojos habían permanecido tan secos como el trozo de tierra en el que vivía.

Porque eso era aquello, simplemente un trozo de tierra árida en el que residía de prestado incluso antes de nacer. Su padre llegó allí cuando tenía su edad, y él no conocía nada más allá de aquel lugar. Ni siquiera era su tierra, porque el no tenía tierra. Era un apátrida, un desplazado, un refugiado en una acumulación de pobreza, ira y violencia condensadas, que bien poco tenía de refugio.

Esta era su realidad. Una realidad que no era capaz de entender. Las historias de los más viejos contaban como hacía más de treinta años, su gente comenzó a llegar hasta allí, huyendo de las bombas que arrasaron Gaza. Una historia cargada de odio visceral que se heredaba de generación en generación, como una enfermedad que les devoraba las entrañas y el alma. Que les obligaba a prender los regueros de pólvora…

Él rateaba y mendigaba a partes iguales en las zonas más turísticas de Trípoli, intentando juntar unas monedas con las que aportar algo en casa, por poco que fuera. En una ocasión, un matrimonio extranjero se interesó por él y, utilizando al guía como interlocutor preguntaron:

- ¿Dónde vives, pequeño?

- Yo no vivo, sobrevivo. Nací en Nahr Al-Bared.

3 comentarios:

  1. Casi no hay más que decir. Tus palabras lo dicen todo.

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  2. .. me dejas sin palabras.
    a veces yo también creo y pienso que 'sobrevivo', pero ahroa me doy cuenta de que estaba equivocada, yo.. si vivo.

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  3. Gracias por tu respuesta.
    Lamento no poder ayudarte concretándote cómo llegue hasta aquí pues en realidad no estoy segura. Solo sé que fue de noche, y que vagaba de blog en blog... Simplemente llamaste mi atención y decidí quedarme a leer, nada más.

    Un saludo

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