miércoles, 21 de octubre de 2009

De piedra...



Ocurrió en París, como toda historia de amor que se precie. Desde el primer momento en el que ella se cruzó en su campo visual quedó cautivado. Era una sensación extraña, llevaba demasiados años viendo pasar los minutos como pasan los pájaros, y en tan sólo un segundo, ese ser alado robo su corazón. Podía verla volar, grácil y ligera por el firmamento de Notre-Dame, sobre el cielo diurno que para él era tan solo una utopía.

Hacía siglos que veía el sol con sus ojos pétreos, sin siquiera poder mover un músculo. La impotencia le corrompía llenando su estómago de bilis hasta que el ocaso le liberaba de su prisión de mármol y granito. No era capaz de explicarse cómo aún siendo de piedra seguía sintiendo, pero sentía. Esa era una de las cosas que más le torturaban de su condición.

Había pasado décadas matando el tiempo enfocando con sus ojos a los seres que caminaban a la luz del día bajo su cornisa, las suficientes para ser capaz de analizar la naturaleza humana. Aunque las costumbres y percepciones de aquella extraña especie habían ido cambiando con el paso de los años, la esencia primitiva que él conocía de ellos no había cambiado. Aunque sus últimas generaciones de vástagos, altivos y ajenos al recuerdo, creyeran que habían avanzado tanto. La constante repetición de antiguos errores. Al fin y al cabo, se parecían más de lo que le hubiera gustado.

De noche, cuando era capaz de extender sus alas y vencer al aire, volaba flotando sobre él. La buscaba por lo inmenso del cielo parisino, llegando a planear a centímetros de las aguas del Sena. Se martirizaba pensando que ella pudiera haber caído dentro del río por imprudente, al mojarse las alas intentando mirar su precioso reflejo sobre la superficie acuosa, como Narciso.

Ninguna noche consiguió encontrarla, pero todos los días la contemplaba pasar ante sus ojos sin siquiera poder moverse lo justo para llamar su atención. Una extraña sensación, mezcla de tristeza y rabia comenzaba a apoderarse de él en su prisión de piedra mientras era de día. Cuando caía el sol, el abatimiento le inundaba porque nunca era capaz de hallar al objeto de sus deseos.

Recordaba perfectamente su imagen. Su plumaje y lo grácil de su vuelo le embelesaron desde el principio. La veía pasar sobre la catedral como insinuándosele. Pensó que ella sabía que él jamás podría salir siguiéndola y por eso le provocaba, pero aún así no podía evitar la terrible atracción que sentía.

Pasado el tiempo comprendió que eran seres distintos aunque ambos eran habitantes del cielo. Los dos al margen del suelo en el que la gran mayoría vivían, mirando al resto desde arriba como si fueran hormigas. Ella era la claridad del día, joven y preciosa, brillando con luz propia. Él, sin embargo, era un ser viejo y casi decrépito, que vendió su alma al mismísimo Diablo para no perecer tras la gran guerra que enfrentó a los de su especie contra los hombres. Sólo podía vivir de noche, condenado a ver pasar los minutos del día sin poder siquiera moverse. Feo, viejo y decadente, con el corazón tan rocoso como su cuerpo a la luz del sol.

Comprendió que la distancia que les separaba era insalvable, que jamás llegaría a ser suya. Se entristeció tanto que el cielo, en un alarde de compasión, se volvió gris para hacer que todos los habitantes de la ciudad compartieran el dolor que sentía.

Pasados unos pocos días dejó de verla revolotear a su alrededor. Pensó que con el cambio de estación ella y su bandada habrían comenzado la migración hacia tierras más cálidas. A partir de ese día, sus lágrimas consiguieron traspasar su pacto con Lucifer y comenzaron a caer por sus mejillas, mojando a veces a los transeúntes bajo la catedral, como si de un espejismo de lluvia se tratase.

Pasadas unas noches, en las que ni se movió de la cornisa de la catedral, volvió a extender sus alas y salto al vacío hasta casi rozar el suelo antes de levantar el vuelo. Planeando sobre París, reconoció sobre el suelo algo familiar. Por primera vez en siglos se posó sobre el pavimento. Entre lágrimas reconoció el cuerpo inerte de aquella a la que había perseguido con la mirada tantos días.

Su alarido de impotencia y rabia resonó en toda la ciudad con tal fuerza que los gatos salieron huyendo de sus guaridas y los perros comenzaron a ladrar con una virulencia atroz, haciendo asomarse a la calle a mucha gente. Rápidamente volvió a volando a la cornisa de la catedral y se posó sobre ella. Antes de que saliera al sol invocó al Diablo y le dijo que ya podía cobrar su alma, que nada le retenía aquí.

Después de eso su cuerpo comenzó a petrificarse una vez más, aunque en esta ocasión la claridad de un nuevo día aún no había comenzado a atisbarse en el firmamento. Sus garras presionaron fuertemente el suelo de la cornisa, incrustándose en ella llegando a hacer saltar pequeños trozos de piedra que cayeron al vacío resonando contra la fachada de la catedral, mientras el resto de su cuerpo se convertía en piedra en mitad de una expresión agónica. Jamás volvió a despertarse.





[Fotografía cedida por Marina Photographer: http://www.fotolog.com/vennus_vi (A la espera de su nuevo Flickr. Muchas gracias.]