viernes, 2 de abril de 2010

La Caverna


Debo reconocer que estaba muy asustada. Llevaba tanto tiempo sin salir de aquí que había comenzado a pensar que no sería capaz de aclimatarme de nuevo al mundo. Como si al revés que los reptiles, que salen al sol para calentar su sangre, necesitase quedarme a oscuras para no arder hasta convertirme en ceniza.

Finalmente me decidí, aunque no sin reticencias. Los sentimientos encontrados chocaban en mi corazón como electrones en un acelerador de partículas. De hecho, llegué a sentir el cardias como el núcleo de fusión de una central nuclear. Con cada uno de sus latidos, escalaba por mi tráquea hasta mi paladar y terminé por apretar la mandíbula con fuerza, cerrando la boca, para que no escapase por ella.

Venciendo al miedo que me había impedido dar el primer paso en todo este tiempo saqué la cabeza por una de las esquinas de mi mente, mirando automáticamente a ambos lados antes de cruzar la autopista de pensamientos que tantas veces han estado tan cerca de atropellarme, pero no fui capaz. El mundo se me vino encima y parecía que la atmósfera plomiza de ahí fuera fuese realmente de plomo, porque el aire pesaba sobre mi cuerpo empujándolo casi hasta el suelo. Sabía perfectamente que el problema no era la composición de mi entorno. De hecho, no era nada relacionado con el exterior, sino conmigo misma.

La misma lucha de siempre en mi interior, la eterna duda. La imposibilidad de tomar decisiones que incidan sobre mi vida de manera significativa o, al menos, la incapacidad de ponerlas en práctica una vez tomadas. Ese abatimiento sistemático que se apodera de mí cuando noto que mis intenciones se frustran aplastadas por el peso de la realidad, cuando mi ánimo muere a manos de mis expectativas no alcanzadas.

Es entonces cuando me encierro en el sótano de mi persona, donde ahora mismo me encuentro. Es una habitación lóbrega, húmeda y fría en la que el miedo es el sentimiento predominante. La soledad que allí me envuelve es quizá lo que más me asusta pero, extrañamente, también me reconforta. Aquí dentro nada del exterior me preocupa, ni puede dañarme. El problema es que, tras tanto tiempo, creo que he comenzado a echar raíces en este suelo pedregoso, y no se sí voy a ser capaz de salir de esta situación.

Sé que tengo que volver al mundo cuanto antes. Que me estoy muriendo por dentro, marchitándome al respirar el aire viciado por los pensamientos negativos que no consigo sacudirme de la cabeza. Pero un extraño magnetismo me mantiene inmóvil viendo mi vida pasar como una centella, corriendo en una dirección que no es la que yo quiero.

Quizá me he acomodado, acostumbrándome a malvivir encerrada en este lugar, que no es más que el más recóndito de mis abismos internos, lo peor de mi misma. O puede que sea el miedo a equivocarme el que me impide dar un golpe sobre la mesa y volver a ser la dueña de mi vida, no lo tengo claro aún. Pero sí he alcanzado una conclusión, esto ha de terminar.

Por eso saqué la cabeza por aquella rendija que me comunicaba con el exterior y volví a mirar hacia mi vida. Aunque no fui capaz de salir fuera, por primera vez en mucho tiempo, en lugar de agachar la cabeza y enfocar hacia el suelo decidí alzarla al cielo. Me sorprendí al ver que las nubes grises se apartaban dejando paso a un sol que brillaba con fuerza, iluminando mi rostro de manera cálida, como dándome la bienvenida.



Pic: Cortesía de Marina Gil - Texto creado a petición suya.