Mi abuela fue una mujer excepcional. De sencilla excepcionalidad y de excepcional sencillez. De fuertes convicciones. Pocas, pero fuertes. De la convicción de que nada iba bien si no estaban bien los suyos.
De verborrea y sonrisa, por lo poco que recuerdo, todo lo tuvo que llorar en silencio. Con tres hijas, mi madre la mediana, que se pusieron a trabajar con poca más edad de la que ella tenía cuando comenzó.
Pobre, hasta el tuétano, mi abuela apenas supo en su vida lo que era un capricho. Un capricho para ella era lo básico, como para sus hijas.
El único amor que pudo darles fue el de quemar su cuerpo hasta consumirlo, trabajando, rayando la esclavitud, para mantener un hogar en el que el resto tampoco tenían respiro para recibir cariño. También el trabajo devoraba ese tiempo.
Pero la vida no amargó su alma. Le sisaba sonrisas al viento, como los carteristas roban a los turistas con un simple roce. Era una bruja buena, que terminó desdentada de tanto masticar cristales, pero conservó su libro de hechizos. Ese donde vienen los conjuros de verdad, los de la magia que se atreve donde las matemáticas que gobiernan el dinero se rinden ante imposibles.
No diré que era analfabeta, porque sabía leer y escribir, aunque con dificultad. Y con los números, ya lo dije, se dedicaba a la magia.
Cuando mi hermana era tan pequeña que yo ni siquiera era, pelaba uvas y metía dentro minúsculos trozos de carne, para que comiera. No había otra manera. Y así con todo.
Conmigo siempre fue mi abuela. Es lo único que puedo decir que no deje nada por explicar. Mi abuela, sin menos. Nadie puede ni acercarse a eso.
A menudo pienso en ella con enfado. Cuanto mayor soy, más encabronado. Consciente de que es inútil estar furioso con el tiempo, no consigo mitigar este sentimiento. No llegue a poder poner en valor ese carácter excepcional, ni a comprender las miserias que acompañaron su vida y, por ende, la infancia de mi madre.
Quizá mi abuelo fue su peor desastre. Estaba enfermo, sí. Jamás le reprocharé eso. Yo lo estoy. Pero nunca quiso curarse. Ni por él, ni por su familia. y ahora, siendo adulto, es una mezquindad que no sé sí podré perdonarle. Eso y que hasta la muerte fuese injusta a la hora de escoger a quién llevarse primero.
Me arrancaron a mi abuela cuando aún ni sabía lo que eso significaba más allá de por el desgarrador llanto sordo de mi madre. Desde ese día, la leucemia no ha vuelto a tener valor de cruzarse en mi vida.
Recuerdo perfectamente la Unidad de Cuidados Intensivos, a la que pude entrar teniendo seis años porque mi madre advirtió amablemente al director del hospital de que yo iba a entrar, de una manera u otra, aunque estuviera prohibido el acceso a niños de mi edad. Ese cristal carcelario que te engrilletaba a la distancia insalvable, que te recordaba que sólo una persona podía acercarse a contemplar la peor visión de su vida. Porque no os dejéis engañar. Ninguna muerte es digna.
Ahora estoy puesto de codeína porque una infección en las muelas me está matando. Mi madre me recuerda como, hace ya mucho tiempo, cuando sólo tenía diez años, tuvo que coger un taxi para llevar a mi abuela, enajenada por el llanto, a las viejas urgencias del Paseo Echegaray. Su madre sufrió durante toda su vida de la boca. Muchísimo. Esos dolores que paralizan y desquician, que te hacen desear golpearte para distraer el sufrimiento o directamente morirte. Padeció tanto tiempo por una sencilla razón, porque no tuvo dinero, vil metal, para arreglarse la dentadura.
Y yo lloro, desconsolado. No por este brutal dolor de muelas que sé que pasará, que no podrá conmigo, porque de mi abuela es mi fuerza. Lloro porque los niños de cinco años odiamos la sexta planta del hospital Miguel Servet de Zaragoza.
Dimitri Ryznard. Tales of Cracovia.