viernes, 13 de enero de 2012

La fábula de la hormiga y el tanque


Mentiría si dijera que mi memoria no se ha visto gravemente mermada a lo largo de mi vida por el alcohol y las drogas, pero de mi infancia guardo algunos recuerdos imborrables. Nací en Podgorze, un suburbio al sur de Cracovia. Nosotros no habitábamos el extrarradio, vivíamos en la periferia de la periferia.

Aún resonaban las explosiones de la munición pesada y el paso lento y firme de los blindados en la mente de los mayores, aunque de aquello sólo quedasen los agujeros en las paredes que, como cicatrices de un país que se desangraba bajo un comunismo muy poco dado al reparto de lo común, nos recordaban a todos cómo la Alemania Nazi y la Unión Soviética se nos repartieron bajo cuerda con una excusa tan burda como la ciudad de Danzig.

Entre eslavos, escandinavos y bálticos, sin saber muy bien qué éramos, los polacos crecimos durante algunas generaciones con un sentimiento existencial un tanto apátrida. Hungría tuvo a Puskas, Yugoslavia a Pétrovic y nosotros tuvimos mineros y obreros de la industria pesada. Esos eran nuestros héroes. Bueno, a la larga tuvimos un Pontífice católico polaco. Menudo reparto.

Vivíamos en uno de los puntos más calientes de toda la puta Guerra Fría, pero los niños no percibíamos eso hasta que, a la fuerza, nos hacíamos adultos antes de tiempo. Guardo buenos recuerdos de mi infancia. Os engañaría si dijera que recuerdo más los malos, aunque también los hubo a raudales.

El concepto del núcleo familiar siempre ha sido muy importante en la cultura de nuestro pueblo. Vivíamos todos en la casa que compraron mis abuelos cuando yo aún ni siquiera formaba parte de los planes de mis padres. Mi abuela falleció seis inviernos atrás. Ese año se congelaron hasta las calderas del infierno, y la pobre dijo basta.

De mi abuelo qué decir. La demencia se había apoderado de él hacía un tiempo. Parte por la muerte de la mujer de su vida y una parte aún mayor por un alcoholismo desaforado que desarrolló desde la infancia. Por otra parte es comprensible, en invierno el agua se congela en Polonia y el vodka es mucho más barato. Nunca fuimos precisamente sobrados de dinero.

Sobre nosotros, mi hermano y yo, tampoco hay demasiado que contar acerca de esos años. El suelo de la calle en la que crecimos no raspaba la piel de las rodillas, abrasaba el alma. Los paisajes decrépitos no están diseñados para los corazones alegres, o quizá siempre fue al contrario. Aprendimos rápido y mal, muy mal. En la jungla no te queda más remedio que ser una fiera, y nosotros éramos una manada de hienas: mentirosos, tramposos, ventajistas y crueles.

Con quince años era un matón. Pisoteaba y masacraba a aquellos más pequeños y más débiles que yo para conseguir lo que quería. Dinero, ropa, zapatillas, un balón de fútbol. Aquello resultaba aún más descarnado en un país en el que se malvivía con cartillas de racionamiento, cupones canjeables y contrabando. Comencé a criar fama, para bien y para mal. No hubiera sido muy complicado que hubiera terminado haciendo carrera en el crimen organizado, lo único que había organizado en mi país en aquella época.

Hasta los oídos de mi abuelo, que de vez en cuando aún encontraba momentos de lucidez rebuscando en el trastero de su mente, llegaron mis andanzas. Ciertamente, no puedo decir que se alegrase por mí. A lo largo de su vida, su integridad fue lo único más rígido que su tozudez.

Como dije antes, mi memoria se encuentra muy mermada a estas alturas, pero siempre recordaré un día en concreto. Volvía de la calle y mi abuelo había podido ver por la ventana como le pegaba una paliza a un niño más pequeño y más débil que yo. Reconocí al instante en su cara su gesto de desaprobación y en su mirada uno de esos momentos de lucidez demoledora. Lejos de abroncarme con malos modos me pidió con serenidad que me sentase a su lado:

- Dimitri, pequeño. ¿Conoces la fábula de la hormiga y el tanque?

¿La fábula de la hormiga y el tanque? De hormigas sabía algo, en los veinte días de verano que tiene Polonia me dedicaba a quemarlas con una lupa al sol. Los tanques sólo los había visto en los grandilocuentes desfiles militares. Empecé a intuir que tal vez ese momento de lucidez no fuera tan lúcido como yo pensaba cuando mi abuelo interrumpió mis pensamientos con su historia:

- Debes tener en cuenta siempre que, en proporción, una hormiga es muchísimo más fuerte que un ser humano. Puedes pisotearlas porque la diferencia de tamaño entre ellas y tú hace que esa proporción de fuerza sea inútil a la hora de defenderse. Ahora bien, imagina por un momento que una hormiga encabronada del tamaño de un carro acorazado quisiera tomar represalias.

- No termino de entender lo que quieres decir, abuelo.

- Lo que quiero decir, Dimitri, es que en esta vida nada es gratis, así que piensa muy bien a quien vas a joder. Llámalo como quieras, pero el tiempo, el karma o la justicia poética son esa hormiga blindada que tarde o temprano vendrá a pedir explicaciones. Y en ese momento, lo mejor es tener que rendir cuentas por lo mínimo que te sea posible.

Dimitri Ryznard.

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