domingo, 22 de noviembre de 2009

La huída



Su mente se obligó a atisbar la luz al final de aquel angosto túnel, pero no estaba muerto, o al menos eso creía. Llevaba tanto tiempo arrastrándose bajo la tierra que bien poco podía diferenciarse ya de un cadáver. Lo único que le indicaba que seguía vivo era el incómodo silbido que emanaba de sus pulmones con cada tísica respiración, fruto del polvo que tragaba cuando inhalaba y que resecaba su nariz y su boca hasta la tráquea.

Los ojos le ardían, haciéndole llorar por la acumulación de partículas que había en el aire de aquel estrecho y alargado habitáculo. Era inútil limpiarse las lágrimas con las manos o enjugárselas con las mangas, puesto que todo él se encontraba envuelto en polvo hasta tal punto que la piel ya había comenzado a agrietársele adquiriendo aspecto pétreo.

Tenía el cuerpo magullado de arrastrarse sobre los escombros que se encontraban esparcidos por el túnel. Incluso sangraba a consecuencia de los arañazos, que en más de una ocasión habían llegado a convertirse en heridas profundas sobre los huesos de sus rodillas y codos.

Avanzaba con los dedos destrozados. Hacía tiempo que sus yemas estaban irreconocibles, desfiguradas y ensangrentadas por completo. Apartaba gran parte de los obstáculos y escombros que encontraba a su camino con las manos, haciéndolas sufrir hasta poder sentir un dolor punzante que atenazaba sus brazos hasta la nuca cada vez que tenia que forzarlas una vez mas escarbando entre las piedras y el polvo para abrirse paso por aquel túnel que más bien parecía una tumba.

Un breve pensamiento cruzó su mente obligándole a recordar que aquel pasadizo estrecho, inseguro y pedregoso no parecía una sepultura, era una fosa común. Fueron tres los que en un principio se aventuraron a intentar escapar de aquel horrible lugar. Se jugaron su futuro a una sola carta y, llegados a ese punto, él era el único al que aún le sonreía la fortuna. Si es que a su situación se le pudiera llamar tener suerte.

Sus dos compañeros de fuga quedaron sepultados casi un kilómetro atrás, en un punto en el que el túnel no resistió el traqueteo del paso de los cuerpos y se hundió estrepitosamente levantando aún más polvareda, que inundó el túnel por completo varios metros en ambas direcciones.

Quizá fue la crueldad o el instinto de supervivencia, quién sabe cual de los dos, si es que llegado el momento no eran lo mismo. El caso es que sin siquiera intentar mirar atrás siguió arrastrándose con aún más ganas, casi con virulencia, mientras escuchaba tras de sí los alaridos de las dos personas que quedaron sepultadas. Aguantó la respiración hasta llegar a un tramo del túnel donde el polvo levantado era menos denso y respiró, cayendo rendido con el pecho sobre el suelo.

A partir de ese instante tuvo que seguir sólo, pensando en que momento otra parte del túnel se desplomaría sobre el, convirtiendo aquel angosto pasaje en su tumba. Sin una señal que indicase que allí yacía, sin inscripciones, sin recuerdos, sin flores de familiares. La sepultura de un olvidado al que nadie iba a buscar.

Esos pensamientos estuvieron apunto de hacerle desistir. Tumbado, sangrando, sin apenas poder ver ni respirar comenzó a perder la lucidez. El único pensamiento que le dio fuerza para seguir fue la certeza de que llegado a ese punto no podría haber retrocedido aunque quisiera.

Hizo acopio de valor y saco fuerzas de donde creía que ya no le quedaban. Sus manos volvieron a aferrarse a las piedras del suelo y sus rodillas y codos respondieron con inusitada rabia, ayudándole a seguir adelante. Cuando por fin vio luz, fue incapaz de creerlo. Apretó aún más el ritmo para cerciorarse de que aquello no era un espejismo fruto de la locura que estaba comenzando a apoderarse de él.

Pero no. El aire era cada vez menos denso y más respirable y podía notar los rayos de sol iluminando parte del túnel, aunque aún no era capaz de ver la salida. Siguió, cada vez con más determinación hasta alcanzarla. Tan sólo una reja le separaba de la ansiada libertad, y después de todo lo que había acaecido durante los últimos tres días, un mísero trozo de metal no iba a conseguir apartarle de su meta.

Intentó arrancarla con sus manos, agrietadas y ensangrentadas, casi rotas. Lo único que consiguió fue hacer que su garganta soltase un alarido inconsciente que resonó túnel adentro provocando un tétrico eco y pequeños desprendimientos. Tras pensarlo un segundo, agarró con decisión una de las piedras del suelo, las mismas que se le habían estado clavando durante todo el trayecto, y con ella descerrajó la reja metálica que le impedía salir de allí.

Cuando, aún a rastras, consiguió salir por completo del estrecho túnel por el que se había arrastrado durante tres días, se dejo caer al suelo boca arriba, completamente exhausto. Sin siquiera poder articular palabra, con la mirada perdida, enfocó sus ojos hacia el cielo antes de mascullar entre dientes:

- ¿En serio pensasteis que podríais tenerme encerrado para siempre?







Imagen cedida para LA HISTORIA DE OTRO por Marina Gil

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